Los antecedentes de la Planeación y el Desarrollo
Regional no son nuevos en México. Es una discusión vigente que, según el
investigador Gustavo Garza, data de principios del siglo pasado, y puede
dividirse en cuatro etapas: las acciones pioneras de 1915–1940; las Políticas
de Impacto Territorial Aislado de 1940–1970; las Políticas Urbano-Regionales en
la Estrategia Económica Nacional de 1970-1976; y la Planeación Urbano-Regional
Institucionalizada de 1977 a la actualidad.[1]
Fue precisamente durante los años setenta del siglo pasado, cuando en
las universidades mexicanas empieza a manejarse de manera recurrente el
concepto de Planeación para el Desarrollo Económico. Se convierte en una
materia obligada para los planes y programas de estudio, y el asunto se va
poniendo de moda y transitando de la academia a las instancias gubernamentales.
Al inicio de los ochenta, la planeación se vuelve un requisito indispensable en
las tareas del gobierno, que en ese momento se autodefinía como el rector de la
economía, y la Presidencia de la República decidió impulsar un Sistema Nacional
de Planeación Democrática.
En 1983 se reforma la Constitución Política Federal, y desde la
Presidencia de la República se diseña un Sistema Nacional de Planeación
Democrática. En ese mismo año se publicó una Ley de Planeación, que dio como
resultado el Plan Nacional de Desarrollo del entonces Presidente Miguel De la
Madrid Hurtado, período 1983–1988.
La planeación y el desarrollo
regional nacieron y se fueron desarrollando lentamente como una concepción
urbana para tratar de orientar el crecimiento y el equipamiento de las
principales manchas demográficas del país, como las ciudades de México,
Monterrey, Guadalajara, Puebla y otras que, a partir de los años setenta,
tuvieron un fuerte expansionismo, motivado principalmente por el crecimiento
industrial, comercial y de servicios de las ciudades, y producto de la
decadencia de las oportunidades de vida en las descapitalizadas y minifundistas
zonas rurales, que se colapsaron con la migración de millones de campesinos a
los centros urbanos nacionales, y más tarde a los Estados Unidos de
Norteamérica.
A casi 30 años de distancia de aquellos acontecimientos, el país se ve
aún muy lejos de regirse por un Sistema Nacional de Planeación, y mucho menos
democrática. Hoy, las políticas públicas deambulan movidas por la interpretación individual y
coyuntural de políticos y servidores públicos, desprovistas desde su origen de
una fuente real que las vincule eficiente y eficazmente con los grandes
problemas de la nación y sus regiones. Políticas públicas parciales carentes, además,
de una instancia que las conduzca y evalúe para certificar que están atendiendo
la demanda social y que están combatiendo de manera eficaz los distintos
problemas. Los grandes males de nuestro país podemos resumirlos en:
ineficiencia gubernamental, deficiencias en el desarrollo humano, marginación y
falta de competitividad de los sectores productivos.
La tendencia que hoy debe tener la
planeación y el desarrollo regional es una visión de desarrollo intra y multisectorial
integral, equilibrado y equitativo entre las zonas urbanas y rurales. Para ello
se requiere, además de la concepción urbanista, una concepción económica, de
participación social, y un compromiso político social que apueste a la
eficiencia gubernamental mediante mecanismos financieros y esquemas de trabajo
diseñados por el gobierno y la sociedad. Sin embargo, en los últimos años las
cosas no han evolucionado como se quisiera; las razones son múltiples, y el
tema de la planeación para el crecimiento económico y desarrollo social regional
continúa empantanado.
En la última década del siglo pasado se
fueron multiplicando las voces que pugnaban por una nueva planeación para el
desarrollo regional equilibrado del país. Eso propició que en 2001 el Gobierno
de la República, mediante su Oficina de Políticas Públicas, que en aquel tiempo
presidía el doctor Eduardo Sojo Aldape, propusiera a las entidades federativas
del país la creación de Fideicomisos para el Desarrollo Regional, organismos
que, se dijo, tendrían una cobertura amplia y una aspiración integracionista de
las cinco mesorregiones del país.
Teóricamente,
México tiene planteado un esquema de desarrollo regional basado en cinco
mesorregiones, y si decimos que es un planteamiento teórico es porque en la
práctica no hay una integración regional real, pues cada entidad federativa se
las arregla como puede. En algunas entidades federativas la planeación se
realiza bien, en otras mal, porque carecemos de una cultura de planeación democrática,
participativa, prospectiva y sustentable, y de un modelo que nos permita ir
trabajando con los mismos valores, en el mismo sentido y con la misma visión
del futuro, otorgando a cada región la atención, el impulso y las inversiones
que sus vocaciones productivas requieren.
La finalidad de los fideicomisos,
porque aún existen, es fondearlos con recursos concurrentes del gobierno
federal y los gobiernos estatales, a efecto de financiar, mediante subrogación
de servicios especializados, la elaboración de estudios y proyectos regionales.
Para ello se crearon, en estrecha vinculación, los Consejos Técnicos
Sectoriales, que en marzo de 2002 recibieron la encomienda de identificar
proyectos regionales sectoriales en las cinco mesorregiones del país, un
planteamiento que no es malo si la planeación del crecimiento económico y el
desarrollo social recibieran la atención que merecen.
Para finales de 2004 algunos
fideicomisos iniciaron la elaboración de los Programas de Desarrollo Regional.
Algunos se concluyeron a mediados de 2006, como el de la Región Centro
Occidente, y otros quedaron en anteproyecto, como los de la Región Centro–País
y la Región Sur–Sureste. La razón principal de este frustrado intento fue la
falta de entendimiento entre los gobiernos de las entidades federativas, y de
éstos con el gobierno federal, algo que parece inadmisible pero que ha sido el
principal obstáculo para el desarrollo regional del país.
Paralelamente, desde 2004 la entonces
gobernadora de Zacatecas, la economista Amalia García, asumió la Comisión de
Desarrollo Regional de la Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO). A ella
se le debe reconocer un excelente trabajo como líder del tema, pues logró
llevar la discusión a las dos Cámaras del Congreso de la Unión, y una vinculación
armónica con el trabajo de la Oficina de Políticas Públicas de la Presidencia de
la República.
Este esfuerzo logró que en el
presupuesto federal aprobado para el ejercicio 2005, los fideicomisos
consiguieran mil 500 millones de pesos, destinados a financiar obras regionales
priorizadas por los comités técnicos sectoriales de cada región. En 2005
Eduardo Sojo dejó la Oficina de Políticas Públicas del Gobierno de la
República, con lo que se quedó acéfala una posición estratégica para el impulso
al desarrollo regional. No obstante, el 15 de diciembre del mismo año la LIX
Legislatura del Senado de la República dio cabida en sesión plenaria a la Iniciativa
de Reforma y Adiciones a la Ley de Planeación, que proponía renombrar como Ley
General de Planeación del Desarrollo Nacional y Regional. Fue una iniciativa
que unía a muchas voces pero que nunca fue dictaminada por las comisiones
legislativas correspondientes. No obstante, el tema continuaba vivo como un
pendiente que podía retomarse en cualquier momento.
Hasta
aquí los esfuerzos y la coordinación eran someros, pero con logros significativos
que marcaban un camino y la disposición de avanzar. Sin embargo, en 2006 vino
el cambio de gobierno, y el entonces presidente Felipe Calderón se percató de
que el tema de planeación y desarrollo
regional estaba siendo impulsado por senadores, diputados y gobernadores del Partido
de la Revolución Democrática (PRD) y del Partido Revolucionario Institucional (PRI),
con importantes alianzas de Legisladores de su partido y de funcionarios del
gobierno anterior, y optó por desestimar el asunto, dejando entrever que no era
una prioridad para su gobierno. Con ello vino una fuerte indiferencia hacia el
trabajo concreto realizado durante más de seis años.
En noviembre de 2007, en ocasión de
la Inauguración del Primer Foro del Desarrollo Regional, organizado por el
Senado de la República, la Cámara de Diputados y la Conferencia Nacional de
Gobernadores, la entonces Gobernadora de Zacatecas, Amalia García, señaló: “…
quiero subrayar que respecto al desarrollo regional han participado muchos
actores, pero algunos han sido fundamentales, el actual Diputado Carlos Rojas,
Senador de la República en la Legislatura pasada, y el entonces Titular de la
Oficina de Políticas Públicas del Gobierno de la República, el doctor Eduardo
Sojo, así como los gobernadores de los estados de la república que han
trabajando intensivamente en un proyecto, en esa Ley General de Planeación del
Desarrollo Nacional y Regional.”[2]
En aquel tiempo, el que redacta estas
líneas era Presidente del Fideicomiso para el Desarrollo de la Región Centro–País,
representando al Gobierno del Estado de Puebla en el Comité Ejecutivo del
Fideicomiso (FIDCENTRO). Para entonces, el Presidente Felipe Calderón ya había
dispuesto que los fideicomisos dejaran de tener relación con la oficina de la
Presidencia de República, señalando a la Secretaría de Desarrollo Social como
el nuevo interlocutor, sin que existiera un documento oficial o un acto donde
se diera este relevo institucional, no obstante que los recursos federales para
los fideicomisos siempre habían sido presupuestalmente etiquetados y por tanto
aportados por la Dependencia que a partir de este momento los tutelaría, por
decirlo de alguna manera.
Las reuniones prosiguieron con cierta
dificultad en la Secretaría de Desarrollo Social, reuniones que nunca contaron
con la presencia de la entonces Secretaria del Despacho, señora Sara Topelson.
Ahí se inició un fuerte desentendimiento entre los integrantes de los
fideicomisos y la representante de la Secretaría de Desarrollo Social. El
Presidente de la República concluyó y publicó el Plan Nacional de Desarrollo,
en el que se menciona, de manera tangencial, diecisiete veces el concepto de
desarrollo regional, y a partir de entonces y durante todo el sexenio nunca tuvo
un papel relevante porque el tema tiene una misión descentralizadora y
desconcentradora, algo que no es muy compatible con un gobierno cuyo perfil
ideológico es conservador y por naturaleza centralista.
El mismo 7 de diciembre de 2007,
durante el Primer Foro de Desarrollo Regional, el senador perredista por
Tlaxcala Alfonso Sánchez Anaya, que había sustituido a Carlos Rojas en la
Comisión de Desarrollo Regional del Senado de la República, señaló: “… la
actual Comisión de Desarrollo Regional del Senado, que me honro en presidir, no
está dispuesta a que se pierda esa riqueza del debate en la informalidad de los
pasillos y que finalmente no detona hacia un dictamen necesario en la
colegiadora y que de darse otorgaría continuidad al proceso Legislativo
Constitucional.”[3]
Esto ya presagiaba la debilidad de
los esfuerzos por contar en el país con una Legislación en materia de
Planeación y Desarrollo Regional a la altura de las apremiantes necesidades que
tenemos como nación, pues la planeación para el desarrollo regional es
impostergable en cada entidad federativa, en cada municipio y en cada localidad,
barrio o colonia del territorio nacional.
En los foros realizados durante 2004,
2005 y 2006, organizados por el Colegio Nacional de Economistas en la
Universidad de Chapingo, en el estado de México, y Culiacán, Sinaloa, se señaló
reiteradamente que “los actuales programas de gobierno federal son inadecuados,
desarticulados y con poca participación efectiva de los productores locales en
el diseño de las estrategias de desarrollo de sus propias comunidades”[4].
Éste es el sentir social respecto a
la elaboración de todos los programas gubernamentales. Hoy día resulta ser un
acto de arbitrariedad la unilateralidad con que el sector público diseña y
desarrolla sus políticas públicas, asumiendo íntegra -pero indebidamente- la
responsabilidad de ello, sin ocuparse tampoco del seguimiento y medición de los
resultados de la gestión, y por lo tanto sin llegar a rendir cuentas de los
resultados de la administración pública.
Hasta
hoy día, independientemente del partido político que gobierne, México está
inmerso en un evidente conservadurismo político fuertemente centralista en la
toma de decisiones económicas, políticas y sociales. Ésa es la realidad que
envuelve a entidades federativas y municipios, donde el debilitado federalismo
mexicano, lejos de ser una vía para el desarrollo, se ha convertido en un freno
de mano que inmoviliza las economías locales, reduciendo su capacidad de
maniobra para promover el desarrollo de sus fuerzas productivas, situación que
las adhiere como entidades corporativas altamente dependientes de un poder
central que cada día, en la medida que se colapsa con mayor evidencia, endurece
las medidas de control político y económico, que no son otras más que
restricciones en el manejo presupuestal. En octubre de 2010 se dio un paso más
en retroceso hacia un viejo modelo evidentemente centralista, al firmarse el
Acuerdo Nacional para la Policía Única, un producto más de la falta de
disposición para descentralizar funciones y presupuestos, aunque también puede interpretarse
como un acto consentido y de sumisión de los gobernadores.
[1] Garza Villarreal, Gustavo. Descentralización, Tecnología y Localización Industrial en México. Ed. Colegio de México, México, DF, 1992.
[2] Desarrollo Regional. Memoria del Primer Foro de Desarrollo
Regional Senado de la República. Pág. 21, México, 2007
[4] El Economista Mexicano,
No. 13 y 14, Abril – Junio de 2006, pág. 89
No hay comentarios:
Publicar un comentario