martes, 2 de octubre de 2012

EVOLUCIÓN DE LA PLANEACIÓN Y EL DESARROLLO REGIONAL EN MÉXICO


Los antecedentes de la Planeación y el Desarrollo Regional no son nuevos en México. Es una discusión vigente que, según el investigador Gustavo Garza, data de principios del siglo pasado, y puede dividirse en cuatro etapas: las acciones pioneras de 1915–1940; las Políticas de Impacto Territorial Aislado de 1940–1970; las Políticas Urbano-Regionales en la Estrategia Económica Nacional de 1970-1976; y la Planeación Urbano-Regional Institucionalizada de 1977 a la actualidad.[1]
Fue precisamente durante los años setenta del siglo pasado, cuando en las universidades mexicanas empieza a manejarse de manera recurrente el concepto de Planeación para el Desarrollo Económico. Se convierte en una materia obligada para los planes y programas de estudio, y el asunto se va poniendo de moda y transitando de la academia a las instancias gubernamentales. Al inicio de los ochenta, la planeación se vuelve un requisito indispensable en las tareas del gobierno, que en ese momento se autodefinía como el rector de la economía, y la Presidencia de la República decidió impulsar un Sistema Nacional de Planeación Democrática.
En 1983 se reforma la Constitución Política Federal, y desde la Presidencia de la República se diseña un Sistema Nacional de Planeación Democrática. En ese mismo año se publicó una Ley de Planeación, que dio como resultado el Plan Nacional de Desarrollo del entonces Presidente Miguel De la Madrid Hurtado, período 1983–1988.
La planeación y el desarrollo regional nacieron y se fueron desarrollando lentamente como una concepción urbana para tratar de orientar el crecimiento y el equipamiento de las principales manchas demográficas del país, como las ciudades de México, Monterrey, Guadalajara, Puebla y otras que, a partir de los años setenta, tuvieron un fuerte expansionismo, motivado principalmente por el crecimiento industrial, comercial y de servicios de las ciudades, y producto de la decadencia de las oportunidades de vida en las descapitalizadas y minifundistas zonas rurales, que se colapsaron con la migración de millones de campesinos a los centros urbanos nacionales, y más tarde a los Estados Unidos de Norteamérica.
A casi 30 años de distancia de aquellos acontecimientos, el país se ve aún muy lejos de regirse por un Sistema Nacional de Planeación, y mucho menos democrática. Hoy, las políticas públicas deambulan  movidas por la interpretación individual y coyuntural de políticos y servidores públicos, desprovistas desde su origen de una fuente real que las vincule eficiente y eficazmente con los grandes problemas de la nación y sus regiones. Políticas públicas parciales carentes, además, de una instancia que las conduzca y evalúe para certificar que están atendiendo la demanda social y que están combatiendo de manera eficaz los distintos problemas. Los grandes males de nuestro país podemos resumirlos en: ineficiencia gubernamental, deficiencias en el desarrollo humano, marginación y falta de competitividad de los sectores productivos.
La tendencia que hoy debe tener la planeación y el desarrollo regional es una visión de desarrollo intra y multisectorial integral, equilibrado y equitativo entre las zonas urbanas y rurales. Para ello se requiere, además de la concepción urbanista, una concepción económica, de participación social, y un compromiso político social que apueste a la eficiencia gubernamental mediante mecanismos financieros y esquemas de trabajo diseñados por el gobierno y la sociedad. Sin embargo, en los últimos años las cosas no han evolucionado como se quisiera; las razones son múltiples, y el tema de la planeación para el crecimiento económico y desarrollo social regional continúa empantanado.
En la última década del siglo pasado se fueron multiplicando las voces que pugnaban por una nueva planeación para el desarrollo regional equilibrado del país. Eso propició que en 2001 el Gobierno de la República, mediante su Oficina de Políticas Públicas, que en aquel tiempo presidía el doctor Eduardo Sojo Aldape, propusiera a las entidades federativas del país la creación de Fideicomisos para el Desarrollo Regional, organismos que, se dijo, tendrían una cobertura amplia y una aspiración integracionista de las cinco mesorregiones del país.
Teóricamente, México tiene planteado un esquema de desarrollo regional basado en cinco mesorregiones, y si decimos que es un planteamiento teórico es porque en la práctica no hay una integración regional real, pues cada entidad federativa se las arregla como puede. En algunas entidades federativas la planeación se realiza bien, en otras mal, porque carecemos de una cultura de planeación democrática, participativa, prospectiva y sustentable, y de un modelo que nos permita ir trabajando con los mismos valores, en el mismo sentido y con la misma visión del futuro, otorgando a cada región la atención, el impulso y las inversiones que sus vocaciones productivas requieren.

La finalidad de los fideicomisos, porque aún existen, es fondearlos con recursos concurrentes del gobierno federal y los gobiernos estatales, a efecto de financiar, mediante subrogación de servicios especializados, la elaboración de estudios y proyectos regionales. Para ello se crearon, en estrecha vinculación, los Consejos Técnicos Sectoriales, que en marzo de 2002 recibieron la encomienda de identificar proyectos regionales sectoriales en las cinco mesorregiones del país, un planteamiento que no es malo si la planeación del crecimiento económico y el desarrollo social recibieran la atención que merecen.
Para finales de 2004 algunos fideicomisos iniciaron la elaboración de los Programas de Desarrollo Regional. Algunos se concluyeron a mediados de 2006, como el de la Región Centro Occidente, y otros quedaron en anteproyecto, como los de la Región Centro–País y la Región Sur–Sureste. La razón principal de este frustrado intento fue la falta de entendimiento entre los gobiernos de las entidades federativas, y de éstos con el gobierno federal, algo que parece inadmisible pero que ha sido el principal obstáculo para el desarrollo regional del país.
Paralelamente, desde 2004 la entonces gobernadora de Zacatecas, la economista Amalia García, asumió la Comisión de Desarrollo Regional de la Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO). A ella se le debe reconocer un excelente trabajo como líder del tema, pues logró llevar la discusión a las dos Cámaras del Congreso de la Unión, y una vinculación armónica con el trabajo de la Oficina de Políticas Públicas de la Presidencia de la República.
Este esfuerzo logró que en el presupuesto federal aprobado para el ejercicio 2005, los fideicomisos consiguieran mil 500 millones de pesos, destinados a financiar obras regionales priorizadas por los comités técnicos sectoriales de cada región. En 2005 Eduardo Sojo dejó la Oficina de Políticas Públicas del Gobierno de la República, con lo que se quedó acéfala una posición estratégica para el impulso al desarrollo regional. No obstante, el 15 de diciembre del mismo año la LIX Legislatura del Senado de la República dio cabida en sesión plenaria a la Iniciativa de Reforma y Adiciones a la Ley de Planeación, que proponía renombrar como Ley General de Planeación del Desarrollo Nacional y Regional. Fue una iniciativa que unía a muchas voces pero que nunca fue dictaminada por las comisiones legislativas correspondientes. No obstante, el tema continuaba vivo como un pendiente que podía retomarse en cualquier momento.
            Hasta aquí los esfuerzos y la coordinación eran someros, pero con logros significativos que marcaban un camino y la disposición de avanzar. Sin embargo, en 2006 vino el cambio de gobierno, y el entonces presidente Felipe Calderón se percató de que el tema de planeación y  desarrollo regional estaba siendo impulsado por senadores, diputados y gobernadores del Partido de la Revolución Democrática (PRD) y del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con importantes alianzas de Legisladores de su partido y de funcionarios del gobierno anterior, y optó por desestimar el asunto, dejando entrever que no era una prioridad para su gobierno. Con ello vino una fuerte indiferencia hacia el trabajo concreto realizado durante más de seis años.
En noviembre de 2007, en ocasión de la Inauguración del Primer Foro del Desarrollo Regional, organizado por el Senado de la República, la Cámara de Diputados y la Conferencia Nacional de Gobernadores, la entonces Gobernadora de Zacatecas, Amalia García, señaló: “… quiero subrayar que respecto al desarrollo regional han participado muchos actores, pero algunos han sido fundamentales, el actual Diputado Carlos Rojas, Senador de la República en la Legislatura pasada, y el entonces Titular de la Oficina de Políticas Públicas del Gobierno de la República, el doctor Eduardo Sojo, así como los gobernadores de los estados de la república que han trabajando intensivamente en un proyecto, en esa Ley General de Planeación del Desarrollo Nacional y Regional.”[2]
En aquel tiempo, el que redacta estas líneas era Presidente del Fideicomiso para el Desarrollo de la Región Centro–País, representando al Gobierno del Estado de Puebla en el Comité Ejecutivo del Fideicomiso (FIDCENTRO). Para entonces, el Presidente Felipe Calderón ya había dispuesto que los fideicomisos dejaran de tener relación con la oficina de la Presidencia de República, señalando a la Secretaría de Desarrollo Social como el nuevo interlocutor, sin que existiera un documento oficial o un acto donde se diera este relevo institucional, no obstante que los recursos federales para los fideicomisos siempre habían sido presupuestalmente etiquetados y por tanto aportados por la Dependencia que a partir de este momento los tutelaría, por decirlo de alguna manera.
Las reuniones prosiguieron con cierta dificultad en la Secretaría de Desarrollo Social, reuniones que nunca contaron con la presencia de la entonces Secretaria del Despacho, señora Sara Topelson. Ahí se inició un fuerte desentendimiento entre los integrantes de los fideicomisos y la representante de la Secretaría de Desarrollo Social. El Presidente de la República concluyó y publicó el Plan Nacional de Desarrollo, en el que se menciona, de manera tangencial, diecisiete veces el concepto de desarrollo regional, y a partir de entonces y durante todo el sexenio nunca tuvo un papel relevante porque el tema tiene una misión descentralizadora y desconcentradora, algo que no es muy compatible con un gobierno cuyo perfil ideológico es conservador y por naturaleza centralista.
El mismo 7 de diciembre de 2007, durante el Primer Foro de Desarrollo Regional, el senador perredista por Tlaxcala Alfonso Sánchez Anaya, que había sustituido a Carlos Rojas en la Comisión de Desarrollo Regional del Senado de la República, señaló: “… la actual Comisión de Desarrollo Regional del Senado, que me honro en presidir, no está dispuesta a que se pierda esa riqueza del debate en la informalidad de los pasillos y que finalmente no detona hacia un dictamen necesario en la colegiadora y que de darse otorgaría continuidad al proceso Legislativo Constitucional.”[3]
Esto ya presagiaba la debilidad de los esfuerzos por contar en el país con una Legislación en materia de Planeación y Desarrollo Regional a la altura de las apremiantes necesidades que tenemos como nación, pues la planeación para el desarrollo regional es impostergable en cada entidad federativa, en cada municipio y en cada localidad, barrio o colonia del territorio nacional.
En los foros realizados durante 2004, 2005 y 2006, organizados por el Colegio Nacional de Economistas en la Universidad de Chapingo, en el estado de México, y Culiacán, Sinaloa, se señaló reiteradamente que “los actuales programas de gobierno federal son inadecuados, desarticulados y con poca participación efectiva de los productores locales en el diseño de las estrategias de desarrollo de sus propias comunidades”[4].
Éste es el sentir social respecto a la elaboración de todos los programas gubernamentales. Hoy día resulta ser un acto de arbitrariedad la unilateralidad con que el sector público diseña y desarrolla sus políticas públicas, asumiendo íntegra -pero indebidamente- la responsabilidad de ello, sin ocuparse tampoco del seguimiento y medición de los resultados de la gestión, y por lo tanto sin llegar a rendir cuentas de los resultados de la administración pública. 
Hasta hoy día, independientemente del partido político que gobierne, México está inmerso en un evidente conservadurismo político fuertemente centralista en la toma de decisiones económicas, políticas y sociales. Ésa es la realidad que envuelve a entidades federativas y municipios, donde el debilitado federalismo mexicano, lejos de ser una vía para el desarrollo, se ha convertido en un freno de mano que inmoviliza las economías locales, reduciendo su capacidad de maniobra para promover el desarrollo de sus fuerzas productivas, situación que las adhiere como entidades corporativas altamente dependientes de un poder central que cada día, en la medida que se colapsa con mayor evidencia, endurece las medidas de control político y económico, que no son otras más que restricciones en el manejo presupuestal. En octubre de 2010 se dio un paso más en retroceso hacia un viejo modelo evidentemente centralista, al firmarse el Acuerdo Nacional para la Policía Única, un producto más de la falta de disposición para descentralizar funciones y presupuestos, aunque también puede interpretarse como un acto consentido y de sumisión de los gobernadores.


[1]  Garza Villarreal, Gustavo. Descentralización, Tecnología y Localización Industrial en México.  Ed. Colegio de México, México, DF, 1992.
[2] Desarrollo Regional.  Memoria del Primer Foro de Desarrollo Regional Senado de la República. Pág. 21, México, 2007
[3] Op Cit. Pág. 12
[4] El Economista Mexicano, No. 13 y 14, Abril – Junio de 2006, pág. 89 



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