Diversos autores coinciden en señalar, que la Revolución
Mexicana de 1910 fue un movimiento eminentemente agrario en contra del
restaurado dominio clerical, el latifundio y la injerencia imperialista norteamericana
e inglesa en el control de los factores más importantes para el desarrollo
económico y social como: materias primas, petróleo, energía eléctrica y los
ferrocarriles, elementos estratégicos que capitalistas extranjeros, latifundistas
y clérigos, con la complacencia del gobierno de Porfirio Díaz, venían
utilizando para manejar el país en favor de sus intereses.
“De tal suerte que el inicio del siglo XX se distingue
por el ascenso del movimiento campesino, pese a la salvaje represión
gubernamental y a la acción terrorista de los rurales, policía formada por Díaz
con bandidos y criminales para reprimir a los campesinos revolucionarios”.[1]
El levantamiento de grupos campesinos en Sonora, Morelos
y Yucatán como estados pioneros, pronto se generalizó en todo el territorio
nacional y estalló la Revolución Mexicana, que en ese momento, como bien lo
dicen Donald Hodges y Ross Gandy: “La Revolución Mexicana se convirtió en un
ejemplo para los movimientos sociales de América Latina y otras regiones. Las
repúblicas latinoamericanas se alejaron del camino socialista marcado por la
Internacional Socialista y eligieron la Ruta Mexicana que conducía a la
soberanía política, la independencia económica y la justicia social. La
revolución mexicana era un sustituto para la revolución socialista en América
Latina”.[2]
Esto nos permite reafirmar que la Revolución Mexicana
fue una lucha del sector social mexicano que además de repudiar la opresión
política absolutista de Porfirio Díaz, reclamó la tierra como medio de
producción para aliviar la pobreza en que vivía la población, la revuelta
mexicana se gestó entre dos vertientes ideológicas en pugna: la capitalista
representada por los Estados Unidos, Inglaterra, el gobierno afrancesado de
Porfirio Díaz, clérigos y latifundistas; contra la ideología socialista
soviética cuya influencia había llegado con mucha claridad a través de un grupo
sinarquista del que formaban parte los hermanos Flores Magón.
Esta ideología pro socialista se vio animada por la
mentalidad libertaria y popular del caudillismo mexicano representado en el
norte del país por Francisco Villa, y en el sur por Emiliano Zapata, entre los luchadores
sociales más destacados surgidos de los grupos campesinos de todo el país.
Lo cierto es que en esta lucha de ideologías, la que
terminó inclinando la balanza a su favor fue la capitalista, pues el movimiento
revolucionario derrocó un sistema clérigo–latifundista, y con ello, sentó las
bases y condiciones necesarias para el desarrollo del capitalismo, pues con el
triunfo revolucionario de Francisco I. Madero y después el ascenso al poder de
Venustiano Carranza, México se acopló como pieza del rompecabezas latinoamericano
al sistema capitalista norteamericano e inglés.
No obstante, el carácter agrario y popular de la
Revolución Mexicana hizo que la incorporación al sistema capitalista no fuera una
anexión de facto sino gradual. Con el triunfo de la corriente política maderista
y carrancista inició un largo proceso de adaptación que continúa en esta
segunda década del siglo XXI. La gradualidad inició justamente con la
orientación que los gobiernos surgidos de la revolución le fueron dando a la principal
demanda del movimiento revolucionario “Tierra y Libertad”, una consigna que
entraña factores económicos y políticos como el derecho a poseer un medio de
producción para el sostenimiento familiar, la tierra, el reclamo de un sistema
político democrático, la no reelección en el poder político, el respeto a los
derechos humanos, entre otros.
La consigna “Tierra y Libertad” significó abolir los
latifundios para reducirlos a pequeña propiedad, y con ello dotar a los otrora
peones de sus respectivas porciones de tierra para que en libertad pudieran
trabajar y obtener el sustento de sus familias, así se creó la propiedad
social, el ejido, y con ello también se creó el Derecho Agrario Mexicano, como
materia jurídica para regular y resolver las controversias y trámites en la
materia.
Todos estos cambios de fondo en la estructura política y
económica le dieron cuerpo a una Constitución Política proclamada el 5 de
febrero de 1917, un documento que como se ha dicho fue producto de la sangre de
un millón de mexicanos, “fue el documento político más avanzado de su época en
América. Como secuencia histórica de la Constitución Juarista de 1857, ponía
las bases para el desarrollo independiente de México, y daba forma jurídica al
contenido implícito en el carácter democrático burgués de la Revolución
Mexicana”.[3]
Esto nos permite pensar que la Revolución Mexicana
cumplió en lo político porque atendió las demandas de libertad y democracia,
pero fue muy corto su alcance en el cumplimiento económico, al no tener desde
el inicio de la abolición del latifundio y el reparto agrario, un proyecto definido
para construir un sector agroalimentario fuerte que diera soberanía alimentaria
al país.
La coexistencia de estas dos formas de propiedad, la
social y la privada, dieron origen a un modelo mixto de funcionamiento del
sector agropecuario, que en las primeras décadas generó distensión política y relativa
mejoría en las condiciones de vida de los campesinos y pequeños propietarios, pero,
a casi un siglo de distancia, el modelo se ve muy debilitado por uno de los
ejes que lo sostenían: la propiedad social. Esta debilidad hace necesaria una
nueva e inmediata restauración para resolver las necesidades de ingreso y
alimentación de casi una tercera parte de la población que vive en el campo y
del campo mexicano.
¿Qué
pasó con la propiedad social?
Desde el inicio, el campesino participante en el
movimiento revolucionario recibió la tierra mediante un Certificado de Derechos
Agrarios, con ello tenían un medio para trabajar pero no había más;
desafortunadamente el gobierno que ejecutó el reparto agrario y posteriores, no
tuvieron una política económica integral que permitiera impulsar al campesino
para convertirlo en productor potencial, ya que por sí mismo no podía hacerse
de medios adicionales y modernos de labranza, la mayoría de los campesinos no contaban
con yunta ni arado, les llevó años hacerse de estos implementos y, cuando los
consiguieron, estaban absolutamente desfasados del modelo internacional
agropecuario. Hoy día, millones de campesinos de los núcleos ejidales continúan
trabajando con yunta y arado, convertidos en remanentes de un viejo sistema de producción,
recordemos que el auge del arado de tracción animal se dio durante el siglo
XIX, uno de estos implementos primarios puede verse a los pies del padre de la
economía política neoliberal, Adam
Smith, en la efigie erigida en
su honor en la plaza principal de su natal Edimburgo, pues con esa herramienta
continúan trabajando millones de campesinos mexicanos, esto se puede ver todos
los días en cualquier parte del centro, sur y sureste del país.
En segunda instancia, los campesinos post
revolucionarios tampoco pudieron evolucionar porque nadie les enseñó cómo
funciona el sistema capitalista al que -sin elección- habían ingresado al
recibir la tierra, no fueron empoderados con un nuevo conocimiento, ni dotados
de herramientas y una visión empresarial que les permitiera concebir nuevas
formas de organización, prácticas productivas y esquemas de comercialización,
que les llevaran a generar excedentes para comercializar y obtener los demás
productos que necesitan para la subsistencia diaria, por eso se limitaron a
producir maíz para su consumo, si algo sobraba acudían al trueque, pero al paso
de las décadas las necesidades de vida cambiaron y su actividad productiva ya
no les da para cubrir las necesidades familiares, siguen produciendo maíz
porque es el producto que continúa garantizando su subsistencia, y el único que
pueden producir con las tierras empobrecidas y las herramientas elementales de
que disponen.
Por eso pensamos que a un siglo de distancia, el
problema de los campesinos post revolucionarios de la propiedad social, es un
problema político, económico y cultural. Es político porque la revolución enseñó
a cuando menos dos generaciones de campesinos a organizarse para la
participación política electoral, aprendieron y practican muy bien el
asambleísmo, y también a exigir a los políticos lo que ellos no pueden obtener
con su trabajo. Es un problema económico porque en su concepción productiva no
hay una idea de la reproducción ampliada de capital, no producen excedentes que
les permitan vivir bien, ahorrar y crecer. Y es cultural porque sus ideas
productivas están llenas de paradigmas ancestrales, para ellos es difícil
concebir que haya nuevas formas de hacer producir la tierra, la falta de
información y capacitación no les permite confiar en la tecnología, no conciben
nuevos esquemas de asociación y unidad de esfuerzos, no saben en qué consisten
los procesos de agregación de valor, por eso es imprescindible una estrategia
gubernamental de información y toma de conciencia para superar estos paradigmas.
La
pequeña propiedad
Por su parte, el régimen de pequeña propiedad no ha sido
ajeno a los claroscuros del sector agropecuario en general, durante las
primeras cuatro o cinco décadas posteriores al reparto agrario, esta forma de tenencia
de la tierra vivió frecuentemente amenazada por el movimiento agrarista, los hijos
mayores de los ejidatarios post revolucionarios, hasta la década de los setenta
del siglo pasado exigían la continuación del reparto de tierra, muchos de ellos
recibieron su dotación en tierras de uso común, agostaderos y bosques ejidales,
había grupos de hijos de campesinos e incluso partidos políticos como el
Partido Socialista de los Trabajadores (PST), algunos grupos adheridos al
Partido Comunista Mexicano (PCM), la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas
(UNTA), entre otros, que invadían ranchos y antiguos cascos de haciendas
forzando soluciones en las que gobiernos estatales y federal terminaban comprando
tierras para dotar a los demandantes. Fue a partir de los ochenta cuando los pequeños
propietarios sintieron mayor garantía en la propiedad de la tierra.
Pero como esquema de producción, la mayoría de los
pequeños propietarios, con más elementos de trabajo, o al menos conseguidos de
manera más oportuna, y con una mentalidad más instintivamente empresarial,
pensaron en la producción de excedentes para procurarse un ingreso y poder
subsistir con sus familias. Son productores menos aficionados a la
participación política, más dedicados al trabajo, a procurar un patrimonio y
una vida cómoda, informada y cultural para sus familias, en la mayoría de esos
casos sus hijos fueron teniendo acceso a la educación media y superior, fue
precisamente este vínculo con el mundo de la cultura y la preparación técnica,
el que marcó la diferencia y el relativo éxito de la pequeña propiedad, que en el
periodo de los años cincuenta a los sesenta vivió sus mejores épocas, disponía
de mano de obra campesina, de un clima generoso para la agricultura y la
ganadería, un mercado interno en crecimiento, de otro mercado externo amplio que
se había creado en Europa durante la segunda guerra mundial, tuvieron acceso a
políticas públicas de aseguramiento agrícola y ganadero, y a un sistema de
comercialización estatal a través de la Comisión Nacional de Subsistencias
Populares (CONASUPO), que hasta principios de los ochenta dio resultados.
Posteriormente, el mercado externo se contrajo por la rápida
recuperación de las economías europeas, nuestro sector primario perdió
competitividad, inició la importación de productos agroalimentarios, la
economía agropecuaria se vino agotando, víctima de la corrupción que empezó a
brotar en el sector público, envolviendo a los productores de prácticamente
todo el país, en ese momento el gobierno en lugar de combatir la corrupción
extinguió casi totalmente los programas de apoyo al campo y con ello la
descapitalización se agudizó.
De esa época hasta nuestros días hay dos tipos de
pequeño propietarios, los que solamente se beneficiaron del buen momento que
vivió el campo pero nunca previeron los cambios a futuro, que hoy son rancheros
descapitalizados, y aquellos que atentos a los cambios se informaron y con
esfuerzo propio evolucionaron e ingresaron al sistema de producción y mercadeo
global que rige la economía de nuestro días. Muchos de estos últimos tienen unidades
productivas competitivas en el mercado global, pero desafortunadamente representan
un porcentaje menor.
En síntesis podemos decir, que la pequeña propiedad, ya
sea la que subsiste produciendo con rezagos, o aquella que cuenta con sistemas de
producción eficientes, es la que aporta la mayor parte del valor del sector al
Producto Interno Bruto Nacional, la que produce la mayor parte de los alimentos
nacionales que consumimos y la que genera los pocos empleos que se ofertan en
el sector primario mexicano.
Cifras
básicas en el sector agropecuario
Hoy día, de acuerdo a la Secretaría de Agricultura,
Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (SAGARPA), México tiene 198
millones de hectáreas dedicadas al sector primario de la economía, divididas
en: 30 millones de hectáreas dedicadas a la agricultura, 115 millones
destinadas a la ganadería, y 45.5 millones de bosques, selvas y humedales. De
entrada, las cifras nos dan algunas conclusiones:
La primera es que la ganadería ocupa cuatro veces la
superficie dedicada a la agricultura, una ganadería extensiva o semi extensiva (pastoreo),
con grandes deficiencias productivas y competitivas, y altamente erosionante
del suelo fértil.
La segunda conclusión es que menos de la cuarta parte
del territorio nacional está cubierto por capa vegetal, bosques y humedales, pero
además, hay que decir que esa capa vegetal está fuertemente presionada por la
ganadería extensiva, la agricultura tradicional, el consumo de leña en los
hogares rurales, la tala de madera legal o ilegal para la industria nacional,
entre otros factores.
Ahora bien, del total de hectáreas dedicadas a la
actividad agropecuaria, el 72 por ciento corresponde a la propiedad social
minifundista, hay en el país 103 millones de hectáreas ejidales, 31 mil 500 núcleos
agrarios, de los cuales 21 mil son expulsores de población a manchas urbanas
nacionales y del extranjero; por otra parte, solo el 22 por ciento de los
predios rurales corresponden al régimen de propiedad privada.
A estas cifras hay que agregar que de los 30 millones de
hectáreas de tierras agrícolas, el 85 por ciento son de temporal y solo el 15
por ciento cuenta con algún sistema de riego, en su mayoría “rodado”, un
sistema antiguo y muy deficiente, consistente en suministrar grandes cantidades
de agua que corre por los surcos de siembra, arrastrando cantidades importantes
de suelo fértil a zanjas y barrancas, empobreciendo aceleradamente los terrenos
de cultivo, convirtiéndolos en extensiones de suelo muy poco productivo, tierras
que paulatinamente están siendo abandonadas por los sucesores ejidales convertidos
en migrantes inciertos.
De los 30 millones de hectáreas agrícolas, 11.2 millones
corresponden a cultivos de ciclo primavera - verano, 3.6 millones son cultivos
de ciclo otoño – invierno, y el resto son cultivos que abarcan ambos ciclos, en
su gran mayoría los cultivos cíclicos son propios de una agricultura a cielo
abierto, es decir de temporal, la temporada productiva en este sistema es de 6
a 7 meses del año, el resto, ya sea al inicio o al final del año, los
productores no tienen actividad laboral rentable, por tanto, tampoco tienen
otros ingresos para la adquisición de bienes complementarios de la dieta mínima
diaria, teniendo que subsistir con el maíz que sembraron y pudieron almacenar
durante la cosecha para cubrir sus necesidades mínimas de alimentación. Esta es
la razón por la que los productores minifundistas siempre están sembrando maíz,
y es muy difícil convencerles de que siembren otros cultivos, el maíz es la
base de su alimentación, y si no lo producen y almacenan lo tendrían que comprar, para lo cual necesitarían tener otros
ingresos que obviamente no tienen.
Las unidades productivas minifundistas con el grado de
descapitalización que padecen, difícilmente pueden, por sí mismas, migrar a
esquemas de producción empresarial, paradójicamente, la unidad productiva
minifundista aislada ya no es suficiente para proporcionar empleo y
alimentación a la familia, mucho menos para producir excedentes comerciales que
les permitan generar otros ingresos para acceder a otro tipo de bienes y
servicios que mejoren sus condiciones de vida, de aquí la difícil realidad de
que un vasto segmento de población viva en pobreza extrema y con problemas de
alimentación, pues de todos los productores del sector agropecuario, el ochenta
por ciento no logra producir los alimentos y los ingresos que necesita para una
vida cómoda, de ahí que siga siendo proclive a la organización política, para exigir
al gobierno la instrumentación de programas de compensación económica, para
obtener por la vía política lo que no pueden generar en su actividad
productiva, esta es una de las razones de los programas gubernamentales que
conforman la “política social”.
Ante una situación como ésta, también se puede
comprender por qué México se ha convertido en un importador potencial de
alimentos, pues algunas cifras proporcionadas a mediados del 2014 por la
SAGARPA y el Banco de México, nos dicen que el país importa el 49 por ciento de
los alimentos que consume: el 33 por ciento del maíz, el 65 por ciento del trigo,
el 75 por ciento del arroz, el 95 por ciento de soya, el 50 por ciento de carne
de bovinos, una tendencia que ha venido creciendo y que solamente disminuirá
con una política integral que restaure el tejido productivo del sector primario
nacional.
Tan solo del 2008 a la fecha, la importación de carne de
bovino se incrementó en 440 por ciento, cuando paradójicamente –como hemos
visto líneas arriba-, la ganadería ocupa tres cuartas partes de la superficie
nacional dedicada a las actividades del sector. México ya no es un país
ganadero como se le consideró en la segunda mitad del siglo pasado, ahora los
productores de ganado crían y venden sus becerros a compradores estadounidenses
y nacionales, ellos realizan la engorda y sacrificio de animales, la carne se
certifica, se empaca y se vende, una parte muy importante de esos becerros regresa
a México como carne empacada que se compra en los refrigeradores de casi todas las
tiendas departamentales del país.
Ante esta situación que vive el sector primario mexicano,
en el que viven los más pobres de los pobres, es muy común encontrar estudios
de expertos, opiniones de académicos, discursos de políticos o líderes campesinos,
que dicen que el campo mexicano está en un “grave proceso de decadencia”, que
al campo le hace falta “tal o cual cosa”, expresiones muy variadas que sin
dejar de tener razón, tampoco dejan de ser parciales, pues se refieren a partes
aisladas de la solución integral que demanda el sector primario de la economía.
Pero se dice mucho y se hace poco, y lo poco que se hace
es con intención política, pues muchos de los representantes campesinos, como muchos
de los de los representantes obreros y comerciantes, pasan el tiempo conformando
y fortaleciendo organizaciones políticas, utilizan la representatividad para
acceder a los círculos políticos, económicos y sociales; siembran componendas y
cosechan prebendas, como los cargos de elección popular que hasta en repetidas
ocasiones ostentan. Por otra parte, en las instituciones públicas, la
burocracia ha diseñado con criterio político, mecanismos y programas de
dispersión general de recursos públicos, para dar respuesta política asistencial
a compromisos de líderes y candidatos.
Pero México no puede seguir y resignarse a vivir así, siendo
tierra fértil para que capitales transnacionales vengan a producir lo que
después nos venden transformado, no podemos continuar como un país importador
de alimentos, un país maquilador, receptor de inversiones contaminantes como la
automotriz que busca mano de obra barata y omisión legislativa ambiental,
México no puede seguir siendo un tianguis de baratijas de cualquier parte del
mundo.
La sociedad mexicana no puede continuar así, el estado
mexicano tiene que actuar para reorientar el rumbo del país y evitar el colapsamiento
del sector primario. El Estado mexicano debe considerar el problema del campo
como un asunto estratégico, de seguridad y viabilidad nacional. El Estado
necesita reactivar el sector productivo de materias primas y alimentos,
sustituir la organización política por una organización para el empoderamiento
cognoscitivo, técnico productivo y competitivo de los productores, fomentar el
asociacionismo en los productores minifundistas, fomentar su integración en
grandes unidades productivas especializadas, cambiar los criterios de
asignación de recursos en las cámaras legislativas y en la Secretaria de
Hacienda y Crédito Público, emplear los medios de comunicación para maximizar
la información y capacitación, construir mejores servicios financieros para las
unidades productivas de pequeña propiedad, construir centros de acopio
tecnificados para acabar con el intermediarismo y coyotaje, iniciar la integración
de agroparques, con procesos de transformación in situ, México tiene que producir lo que consume y recuperar la
presencia en los anaqueles nacionales mediante aquel logotipo de mediados del
siglo pasado que decía:
[1]
La Revolución Mexicana, 4 estudios soviéticos. Ediciones de cultura popular,
Pág. 96, México, 1975.
[2]
El Destino de la Revolución Mexicana. Donald Hodges y Ross Gandy. Ediciones “El Caballito”, México, 1977
[3]
Gill, Mario. México y la Revolución de Octubre, Pág. 15, Ediciones de cultura
popular, México
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