martes, 21 de abril de 2015

Del campesinado a la comunidad productiva


El México de hoy es eminentemente urbano, casi el setenta por ciento de la población vive en grandes zonas conurbadas, ciudades medias o pequeñas, pero somos una sociedad con fuertes contrastes sociales, porque la mayoría de quienes viven en las manchas urbanas padece algún grado de pobreza y no cuenta con ingresos regulares. La nuestra es una sociedad fuertemente demandante de una gran cantidad de alimentos, de los cuales, el 49 por ciento tienen que ser importados para cubrir la demanda nacional.
En las zonas rurales vive casi una tercera parte de la población, son quienes teóricamente deberían producir los alimentos que necesitamos en todo el país, pero en realidad en el campo están los menos productivos y los más pobres de los pobres, ahí están los campesinos que subsisten en pequeñas comunidades rurales dispersas, con un magro patrimonio productivo, los que por décadas han esperado a los nuevos “caudillos” que vengan a resolver su precaria realidad socioeconómica, una espera infructuosa porque los “caudillos” no volverán, de tal suerte que son las propias comunidades de campesinos las que deben despertar y empoderarse por sí mismas a partir de sus circunstancias, animadas por su “sed” de bienestar asumir una nueva actitud que les permita replantear su situación económica y social de cara al resto de la sociedad, consciente pero impávida ante este problema ancestral.
Las comunidades que no logren incorporarse oportunamente a esta toma de conciencia colectiva de la realidad productiva que estamos viviendo, verán agotar lentamente sus fortalezas de subsistencia, hasta que no tengan más cosa que vender para comer que sus escasos implementos de producción: la tierra, sus herramientas, sus animales y su menguada infraestructura, entre los pocos elementos de capital material que aún conservan entre sus pertenencias.
Por el contrario, los productores agroalimentarios del futuro serán aquellos que en el presente, asuman conciencia de su difícil situación socioeconómica para plantearse colectivamente una visión y misión distintas, una actitud que les permita transitar culturalmente de una condición de pobreza resignada, a una de actores socioeconómicos dinámicos, innovadores e impulsores de los cambios necesarios que los conviertan en comunidades empoderadas,  organizadas y productivas.
Una comunidad productiva especializada será aquella que se integre con campesinos conscientes de su precaria condición, y que sin importar el tamaño o régimen de propiedad de su tierra, se unan para informarse, buscar asesoría social o gubernamental para encontrar su vocación productiva, y adoptar  una forma asociativa empresarial que les permita acceder al conocimiento técnico, participar en la generación colectiva de sinergias productivas e integrarse en una unidad productiva especializada, tecnificada y rentable, con capacidad de insertarse exitosamente en los mercados regionales, nacional e internacional.
La comunidad productiva especializada se tiene que edificar sobre la decisión colectiva de crecer, apoyada en la suma de sus fortalezas organizacionales, en el impulso retroalimentador del mejoramiento de sus prácticas productivas sustentables y de su capacidad gestora para establecer alianzas estratégicas con todos los actores de la cadena productiva en que participan.
Una comunidad productiva especializada surgirá donde se fusionen los sueños, el talento y la mentalidad progresista y empresarial de los productores agropecuarios, aprovechando el conocimiento de la nueva generación de técnicos, científicos y el ejemplo demostrativo de los empresarios que ya han abierto camino en el sector agroalimentario.
En una comunidad productiva especializada se generarán sinergias colectivas compartidas comunitariamente, la falta de elementos individuales de producción dejará de ser el obstáculo insalvable para la formación operativa de pequeñas, medianas y grandes unidades productivas empresariales, pues el uso comunitario del conocimiento técnico y las herramientas tecnológicas, así como el empleo generado con el uso de los elementos colectivos de producción, empezarán a generar capital social y bienestar familiar colectivo.
En una economía global competitiva solamente las comunidades productivas  especializadas en el manejo de paquetes tecnológicos, podrán adaptarse y subsistir ante los embates, exigencias y evolución permanente del sector productivo y del sistema de comercialización de alimentos en el mercado mundial.
Pero los actores productivos del sector agroalimentario no deben esperar que los cambios para el mejoramiento de su condición socioeconómica, vengan necesariamente promovidos por quienes viven en el confortable regazo de las instituciones relacionadas con este sector, deben ser los propios productores los que en una actitud proactiva empujen el anhelado mejoramiento de sus condiciones socioeconómicas, deben ser ellos con su exigencia vanguardista los que muevan el pesado aparato estatal burocrático, para que  también se reorganice y dé respuesta a las necesidades de la productividad.
Por eso, una comunidad productiva especializada debe desarrollar una intensa actividad en tres sentidos: primero organizarse jurídicamente, definir su perfil productivo y tomar la decisión de sumar esfuerzos y capital productivo. El segundo, de gestión hacia afuera, para hacerse de los recursos necesarios para su crecimiento: transferencia tecnológica, estímulos a la productividad y financiamientos. El tercero, de gerencia y administración hacia adentro, para administrar y bien emplear equitativa, transparente y eficazmente los recursos obtenidos del sector público o social.
El principal estimulo de la comunidad productiva especializada debe estar en su interés efectivo de bienestar y construcción patrimonial comunitaria e individual, de ahí que debe conceder la representatividad a una gerencia administrativa, capacitada, profesional, no a las inamovibles burocracias gubernamentales ahogadas en abultados y dilatados procesos de papel.
Una comunidad productiva especializada no es aquella que se agrupa en torno a un líder gestor, pragmático y mesiánico, esa forma de organización ya debe quedar en el olvido, porque durante décadas no logró cosechar más que fracasos y desesperanzas en las mujeres y hombres del campo mexicano, la comunidad productiva debe agruparse con mentalidad empresarial en función de intereses personales y comunitarios.
Una comunidad productiva tampoco es aquella que acepta una relación pública de amparo y protección gubernamental, porque esas formas tradicionales de paternalismo terminan tarde o temprano en subordinación política, corrupción y dependencia económica, la comunidad productiva especializada debe basar la lucha en su capacidad de autogestión manejada con profesionalismo, transparencia y rendición de cuentas.
El sector agroalimentario debe organizarse en Comunidades Productivas Especializadas que establezcan una relación de colaboración con el sector gubernamental, pero  manteniendo el control de su organización, de su proyecto, gestionando con legítima fortaleza la parte presupuestal que equitativamente le corresponda para evitar que los gobiernos de distintos órdenes continúen favoreciendo de manera unilateral, desproporcionada y desequilibrante, el desarrollo urbano, convirtiendo a la población citadina en el nuevo y más valioso capital político, de gobiernos que solo han pensado en su patrimonio y no en la viabilidad equilibrada de la sociedad mexicana.
La Comunidad Productiva Especializada debe, por tanto, rechazar y desterrar de su organización cualquier forma de gestión o control tutelar que pretenda alojarse en ella, pues siempre será mejor el trabajo comunitario creador de una pequeña utilidad empresarial bien habida, que una prebenda obtenida a costa del futuro de la propia comunidad.
La Comunidad Productiva Especializada debe estar liderada por mujeres u hombres que aprendan practicando las nuevas formas de hacer economía y política, pero la política al servicio de la economía, no a la inversa, innovando y creciendo colectivamente sobre la marcha. Administradores legítimos que compartan la toma de decisiones para ser portadores efectivos de la voluntad comunitaria.
Es una tendencia insoslayable, que solamente podrán ser parte de la economía mexicana globalizada, aquellas comunidades productivas especializadas que se adapten a las condiciones de asociación, productividad y competitividad que exige la dinámica del modelo económico global.
Los productores agroalimentarios mexicanos, empoderados y organizados, sí tienen la capacidad de impulsar una revolución asociativa, tecnológica y de gestión empresarial en este siglo. Apostemos todo al asociacionismo empresarial agropecuario para el resurgimiento poderoso del sector agroalimentario sustentable de México. Recuperemos el símbolo que décadas atrás nos dio identidad nacional en el mundo.



jueves, 9 de abril de 2015

La Debilidad del Sector Primario Mexicano

Diversos autores coinciden en señalar, que la Revolución Mexicana de 1910 fue un movimiento eminentemente agrario en contra del restaurado dominio clerical, el latifundio y la injerencia imperialista norteamericana e inglesa en el control de los factores más importantes para el desarrollo económico y social como: materias primas, petróleo, energía eléctrica y los ferrocarriles, elementos estratégicos que capitalistas extranjeros, latifundistas y clérigos, con la complacencia del gobierno de Porfirio Díaz, venían utilizando para manejar el país en favor de sus intereses.
“De tal suerte que el inicio del siglo XX se distingue por el ascenso del movimiento campesino, pese a la salvaje represión gubernamental y a la acción terrorista de los rurales, policía formada por Díaz con bandidos y criminales para reprimir a los campesinos revolucionarios”.[1]
El levantamiento de grupos campesinos en Sonora, Morelos y Yucatán como estados pioneros, pronto se generalizó en todo el territorio nacional y estalló la Revolución Mexicana, que en ese momento, como bien lo dicen Donald Hodges y Ross Gandy: “La Revolución Mexicana se convirtió en un ejemplo para los movimientos sociales de América Latina y otras regiones. Las repúblicas latinoamericanas se alejaron del camino socialista marcado por la Internacional Socialista y eligieron la Ruta Mexicana que conducía a la soberanía política, la independencia económica y la justicia social. La revolución mexicana era un sustituto para la revolución socialista en América Latina”.[2]
Esto nos permite reafirmar que la Revolución Mexicana fue una lucha del sector social mexicano que además de repudiar la opresión política absolutista de Porfirio Díaz, reclamó la tierra como medio de producción para aliviar la pobreza en que vivía la población, la revuelta mexicana se gestó entre dos vertientes ideológicas en pugna: la capitalista representada por los Estados Unidos, Inglaterra, el gobierno afrancesado de Porfirio Díaz, clérigos y latifundistas; contra la ideología socialista soviética cuya influencia había llegado con mucha claridad a través de un grupo sinarquista del que formaban parte los hermanos Flores Magón.
Esta ideología pro socialista se vio animada por la mentalidad libertaria y popular del caudillismo mexicano representado en el norte del país por Francisco Villa, y en el sur por Emiliano Zapata, entre los luchadores sociales más destacados surgidos de los grupos campesinos de todo el país.
Lo cierto es que en esta lucha de ideologías, la que terminó inclinando la balanza a su favor fue la capitalista, pues el movimiento revolucionario derrocó un sistema clérigo–latifundista, y con ello, sentó las bases y condiciones necesarias para el desarrollo del capitalismo, pues con el triunfo revolucionario de Francisco I. Madero y después el ascenso al poder de Venustiano Carranza, México se acopló como pieza del rompecabezas latinoamericano al sistema capitalista norteamericano e inglés.
No obstante, el carácter agrario y popular de la Revolución Mexicana hizo que la incorporación al sistema capitalista no fuera una anexión de facto sino gradual. Con el triunfo de la corriente política maderista y carrancista inició un largo proceso de adaptación que continúa en esta segunda década del siglo XXI. La gradualidad inició justamente con la orientación que los gobiernos surgidos de la revolución le fueron dando a la principal demanda del movimiento revolucionario “Tierra y Libertad”, una consigna que entraña factores económicos y políticos como el derecho a poseer un medio de producción para el sostenimiento familiar, la tierra, el reclamo de un sistema político democrático, la no reelección en el poder político, el respeto a los derechos humanos, entre otros.
La consigna “Tierra y Libertad” significó abolir los latifundios para reducirlos a pequeña propiedad, y con ello dotar a los otrora peones de sus respectivas porciones de tierra para que en libertad pudieran trabajar y obtener el sustento de sus familias, así se creó la propiedad social, el ejido, y con ello también se creó el Derecho Agrario Mexicano, como materia jurídica para regular y resolver las controversias y trámites en la materia.
Todos estos cambios de fondo en la estructura política y económica le dieron cuerpo a una Constitución Política proclamada el 5 de febrero de 1917, un documento que como se ha dicho fue producto de la sangre de un millón de mexicanos, “fue el documento político más avanzado de su época en América. Como secuencia histórica de la Constitución Juarista de 1857, ponía las bases para el desarrollo independiente de México, y daba forma jurídica al contenido implícito en el carácter democrático burgués de la Revolución Mexicana”.[3]
Esto nos permite pensar que la Revolución Mexicana cumplió en lo político porque atendió las demandas de libertad y democracia, pero fue muy corto su alcance en el cumplimiento económico, al no tener desde el inicio de la abolición del latifundio y el reparto agrario, un proyecto definido para construir un sector agroalimentario fuerte que diera soberanía alimentaria al país.
La coexistencia de estas dos formas de propiedad, la social y la privada, dieron origen a un modelo mixto de funcionamiento del sector agropecuario, que en las primeras décadas generó distensión política y relativa mejoría en las condiciones de vida de los campesinos y pequeños propietarios, pero, a casi un siglo de distancia, el modelo se ve muy debilitado por uno de los ejes que lo sostenían: la propiedad social. Esta debilidad hace necesaria una nueva e inmediata restauración para resolver las necesidades de ingreso y alimentación de casi una tercera parte de la población que vive en el campo y del campo mexicano.

¿Qué pasó con la propiedad social?
Desde el inicio, el campesino participante en el movimiento revolucionario recibió la tierra mediante un Certificado de Derechos Agrarios, con ello tenían un medio para trabajar pero no había más; desafortunadamente el gobierno que ejecutó el reparto agrario y posteriores, no tuvieron una política económica integral que permitiera impulsar al campesino para convertirlo en productor potencial, ya que por sí mismo no podía hacerse de medios adicionales y modernos de labranza, la mayoría de los campesinos no contaban con yunta ni arado, les llevó años hacerse de estos implementos y, cuando los consiguieron, estaban absolutamente desfasados del modelo internacional agropecuario. Hoy día, millones de campesinos de los núcleos ejidales continúan trabajando con yunta y arado, convertidos en remanentes de un viejo sistema de producción, recordemos que el auge del arado de tracción animal se dio durante el siglo XIX, uno de estos implementos primarios puede verse a los pies del padre de la economía política neoliberal,  Adam Smith, en la efigie erigida en su honor en la plaza principal de su natal Edimburgo, pues con esa herramienta continúan trabajando millones de campesinos mexicanos, esto se puede ver todos los días en cualquier parte del centro, sur y sureste del país.
En segunda instancia, los campesinos post revolucionarios tampoco pudieron evolucionar porque nadie les enseñó cómo funciona el sistema capitalista al que -sin elección- habían ingresado al recibir la tierra, no fueron empoderados con un nuevo conocimiento, ni dotados de herramientas y una visión empresarial que les permitiera concebir nuevas formas de organización, prácticas productivas y esquemas de comercialización, que les llevaran a generar excedentes para comercializar y obtener los demás productos que necesitan para la subsistencia diaria, por eso se limitaron a producir maíz para su consumo, si algo sobraba acudían al trueque, pero al paso de las décadas las necesidades de vida cambiaron y su actividad productiva ya no les da para cubrir las necesidades familiares, siguen produciendo maíz porque es el producto que continúa garantizando su subsistencia, y el único que pueden producir con las tierras empobrecidas y las herramientas elementales de que disponen.
Por eso pensamos que a un siglo de distancia, el problema de los campesinos post revolucionarios de la propiedad social, es un problema político, económico y cultural. Es político porque la revolución enseñó a cuando menos dos generaciones de campesinos a organizarse para la participación política electoral, aprendieron y practican muy bien el asambleísmo, y también a exigir a los políticos lo que ellos no pueden obtener con su trabajo. Es un problema económico porque en su concepción productiva no hay una idea de la reproducción ampliada de capital, no producen excedentes que les permitan vivir bien, ahorrar y crecer. Y es cultural porque sus ideas productivas están llenas de paradigmas ancestrales, para ellos es difícil concebir que haya nuevas formas de hacer producir la tierra, la falta de información y capacitación no les permite confiar en la tecnología, no conciben nuevos esquemas de asociación y unidad de esfuerzos, no saben en qué consisten los procesos de agregación de valor, por eso es imprescindible una estrategia gubernamental de información y toma de conciencia para superar estos paradigmas.

La pequeña propiedad
Por su parte, el régimen de pequeña propiedad no ha sido ajeno a los claroscuros del sector agropecuario en general, durante las primeras cuatro o cinco décadas posteriores al reparto agrario, esta forma de tenencia de la tierra vivió frecuentemente amenazada por el movimiento agrarista, los hijos mayores de los ejidatarios post revolucionarios, hasta la década de los setenta del siglo pasado exigían la continuación del reparto de tierra, muchos de ellos recibieron su dotación en tierras de uso común, agostaderos y bosques ejidales, había grupos de hijos de campesinos e incluso partidos políticos como el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), algunos grupos adheridos al Partido Comunista Mexicano (PCM), la Unión Nacional de Trabajadores Agrícolas (UNTA), entre otros, que invadían ranchos y antiguos cascos de haciendas forzando soluciones en las que gobiernos estatales y federal terminaban comprando tierras para dotar a los demandantes. Fue a partir de los ochenta cuando los pequeños propietarios sintieron mayor garantía en la propiedad de la tierra.
Pero como esquema de producción, la mayoría de los pequeños propietarios, con más elementos de trabajo, o al menos conseguidos de manera más oportuna, y con una mentalidad más instintivamente empresarial, pensaron en la producción de excedentes para procurarse un ingreso y poder subsistir con sus familias. Son productores menos aficionados a la participación política, más dedicados al trabajo, a procurar un patrimonio y una vida cómoda, informada y cultural para sus familias, en la mayoría de esos casos sus hijos fueron teniendo acceso a la educación media y superior, fue precisamente este vínculo con el mundo de la cultura y la preparación técnica, el que marcó la diferencia y el relativo éxito de la pequeña propiedad, que en el periodo de los años cincuenta a los sesenta vivió sus mejores épocas, disponía de mano de obra campesina, de un clima generoso para la agricultura y la ganadería, un mercado interno en crecimiento, de otro mercado externo amplio que se había creado en Europa durante la segunda guerra mundial, tuvieron acceso a políticas públicas de aseguramiento agrícola y ganadero, y a un sistema de comercialización estatal a través de la Comisión Nacional de Subsistencias Populares (CONASUPO), que hasta principios de los ochenta dio resultados.
Posteriormente, el mercado externo se contrajo por la rápida recuperación de las economías europeas, nuestro sector primario perdió competitividad, inició la importación de productos agroalimentarios, la economía agropecuaria se vino agotando, víctima de la corrupción que empezó a brotar en el sector público, envolviendo a los productores de prácticamente todo el país, en ese momento el gobierno en lugar de combatir la corrupción extinguió casi totalmente los programas de apoyo al campo y con ello la descapitalización se agudizó.
De esa época hasta nuestros días hay dos tipos de pequeño propietarios, los que solamente se beneficiaron del buen momento que vivió el campo pero nunca previeron los cambios a futuro, que hoy son rancheros descapitalizados, y aquellos que atentos a los cambios se informaron y con esfuerzo propio evolucionaron e ingresaron al sistema de producción y mercadeo global que rige la economía de nuestro días. Muchos de estos últimos tienen unidades productivas competitivas en el mercado global, pero desafortunadamente representan un porcentaje menor.
En síntesis podemos decir, que la pequeña propiedad, ya sea la que subsiste produciendo con rezagos, o aquella que cuenta con sistemas de producción eficientes, es la que aporta la mayor parte del valor del sector al Producto Interno Bruto Nacional, la que produce la mayor parte de los alimentos nacionales que consumimos y la que genera los pocos empleos que se ofertan en el sector primario mexicano.

Cifras básicas en el sector agropecuario
Hoy día, de acuerdo a la Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación (SAGARPA), México tiene 198 millones de hectáreas dedicadas al sector primario de la economía, divididas en: 30 millones de hectáreas dedicadas a la agricultura, 115 millones destinadas a la ganadería, y 45.5 millones de bosques, selvas y humedales. De entrada, las cifras nos dan algunas conclusiones:
La primera es que la ganadería ocupa cuatro veces la superficie dedicada a la agricultura, una ganadería extensiva o semi extensiva (pastoreo), con grandes deficiencias productivas y competitivas, y altamente erosionante del suelo fértil.
La segunda conclusión es que menos de la cuarta parte del territorio nacional está cubierto por capa vegetal, bosques y humedales, pero además, hay que decir que esa capa vegetal está fuertemente presionada por la ganadería extensiva, la agricultura tradicional, el consumo de leña en los hogares rurales, la tala de madera legal o ilegal para la industria nacional, entre otros factores.
Ahora bien, del total de hectáreas dedicadas a la actividad agropecuaria, el 72 por ciento corresponde a la propiedad social minifundista, hay en el país 103 millones de hectáreas ejidales, 31 mil 500 núcleos agrarios, de los cuales 21 mil son expulsores de población a manchas urbanas nacionales y del extranjero; por otra parte, solo el 22 por ciento de los predios rurales corresponden al régimen de propiedad privada.
A estas cifras hay que agregar que de los 30 millones de hectáreas de tierras agrícolas, el 85 por ciento son de temporal y solo el 15 por ciento cuenta con algún sistema de riego, en su mayoría “rodado”, un sistema antiguo y muy deficiente, consistente en suministrar grandes cantidades de agua que corre por los surcos de siembra, arrastrando cantidades importantes de suelo fértil a zanjas y barrancas, empobreciendo aceleradamente los terrenos de cultivo, convirtiéndolos en extensiones de suelo muy poco productivo, tierras que paulatinamente están siendo abandonadas por los sucesores ejidales convertidos en migrantes inciertos.
De los 30 millones de hectáreas agrícolas, 11.2 millones corresponden a cultivos de ciclo primavera - verano, 3.6 millones son cultivos de ciclo otoño – invierno, y el resto son cultivos que abarcan ambos ciclos, en su gran mayoría los cultivos cíclicos son propios de una agricultura a cielo abierto, es decir de temporal, la temporada productiva en este sistema es de 6 a 7 meses del año, el resto, ya sea al inicio o al final del año, los productores no tienen actividad laboral rentable, por tanto, tampoco tienen otros ingresos para la adquisición de bienes complementarios de la dieta mínima diaria, teniendo que subsistir con el maíz que sembraron y pudieron almacenar durante la cosecha para cubrir sus necesidades mínimas de alimentación. Esta es la razón por la que los productores minifundistas siempre están sembrando maíz, y es muy difícil convencerles de que siembren otros cultivos, el maíz es la base de su alimentación, y si no lo producen y almacenan lo tendrían que comprar,  para lo cual necesitarían tener otros ingresos que obviamente no tienen.
Las unidades productivas minifundistas con el grado de descapitalización que padecen, difícilmente pueden, por sí mismas, migrar a esquemas de producción empresarial, paradójicamente, la unidad productiva minifundista aislada ya no es suficiente para proporcionar empleo y alimentación a la familia, mucho menos para producir excedentes comerciales que les permitan generar otros ingresos para acceder a otro tipo de bienes y servicios que mejoren sus condiciones de vida, de aquí la difícil realidad de que un vasto segmento de población viva en pobreza extrema y con problemas de alimentación, pues de todos los productores del sector agropecuario, el ochenta por ciento no logra producir los alimentos y los ingresos que necesita para una vida cómoda, de ahí que siga siendo proclive a la organización política, para exigir al gobierno la instrumentación de programas de compensación económica, para obtener por la vía política lo que no pueden generar en su actividad productiva, esta es una de las razones de los programas gubernamentales que conforman la “política social”.
Ante una situación como ésta, también se puede comprender por qué México se ha convertido en un importador potencial de alimentos, pues algunas cifras proporcionadas a mediados del 2014 por la SAGARPA y el Banco de México, nos dicen que el país importa el 49 por ciento de los alimentos que consume: el 33 por ciento del maíz, el 65 por ciento del trigo, el 75 por ciento del arroz, el 95 por ciento de soya, el 50 por ciento de carne de bovinos, una tendencia que ha venido creciendo y que solamente disminuirá con una política integral que restaure el tejido productivo del sector primario nacional.
Tan solo del 2008 a la fecha, la importación de carne de bovino se incrementó en 440 por ciento, cuando paradójicamente –como hemos visto líneas arriba-, la ganadería ocupa tres cuartas partes de la superficie nacional dedicada a las actividades del sector. México ya no es un país ganadero como se le consideró en la segunda mitad del siglo pasado, ahora los productores de ganado crían y venden sus becerros a compradores estadounidenses y nacionales, ellos realizan la engorda y sacrificio de animales, la carne se certifica, se empaca y se vende, una parte muy importante de esos becerros regresa a México como carne empacada que se compra en los refrigeradores de casi todas las tiendas departamentales del país.
Ante esta situación que vive el sector primario mexicano, en el que viven los más pobres de los pobres, es muy común encontrar estudios de expertos, opiniones de académicos, discursos de políticos o líderes campesinos, que dicen que el campo mexicano está en un “grave proceso de decadencia”, que al campo le hace falta “tal o cual cosa”, expresiones muy variadas que sin dejar de tener razón, tampoco dejan de ser parciales, pues se refieren a partes aisladas de la solución integral que demanda el sector primario de la economía.
Pero se dice mucho y se hace poco, y lo poco que se hace es con intención política, pues muchos de los representantes campesinos, como muchos de los de los representantes obreros y comerciantes, pasan el tiempo conformando y fortaleciendo organizaciones políticas, utilizan la representatividad para acceder a los círculos políticos, económicos y sociales; siembran componendas y cosechan prebendas, como los cargos de elección popular que hasta en repetidas ocasiones ostentan. Por otra parte, en las instituciones públicas, la burocracia ha diseñado con criterio político, mecanismos y programas de dispersión general de recursos públicos, para dar respuesta política asistencial a compromisos de líderes y candidatos.
Pero México no puede seguir y resignarse a vivir así, siendo tierra fértil para que capitales transnacionales vengan a producir lo que después nos venden transformado, no podemos continuar como un país importador de alimentos, un país maquilador, receptor de inversiones contaminantes como la automotriz que busca mano de obra barata y omisión legislativa ambiental, México no puede seguir siendo un tianguis de baratijas de cualquier parte del mundo.
La sociedad mexicana no puede continuar así, el estado mexicano tiene que actuar para reorientar el rumbo del país y evitar el colapsamiento del sector primario. El Estado mexicano debe considerar el problema del campo como un asunto estratégico, de seguridad y viabilidad nacional. El Estado necesita reactivar el sector productivo de materias primas y alimentos, sustituir la organización política por una organización para el empoderamiento cognoscitivo, técnico productivo y competitivo de los productores, fomentar el asociacionismo en los productores minifundistas, fomentar su integración en grandes unidades productivas especializadas, cambiar los criterios de asignación de recursos en las cámaras legislativas y en la Secretaria de Hacienda y Crédito Público, emplear los medios de comunicación para maximizar la información y capacitación, construir mejores servicios financieros para las unidades productivas de pequeña propiedad, construir centros de acopio tecnificados para acabar con el intermediarismo y coyotaje, iniciar la integración de agroparques, con procesos de transformación in situ, México tiene que producir lo que consume y recuperar la presencia en los anaqueles nacionales mediante aquel logotipo de mediados del siglo pasado que decía:
 




[1] La Revolución Mexicana, 4 estudios soviéticos. Ediciones de cultura popular, Pág. 96, México, 1975.
[2] El Destino de la Revolución Mexicana. Donald Hodges y Ross Gandy. Ediciones “El Caballito”, México, 1977
[3] Gill, Mario. México y la Revolución de Octubre, Pág. 15, Ediciones de cultura popular, México